Escribir me pesa.
- Xavier Ortiz
- Feb 1, 2023
- 8 min read
Updated: Feb 1, 2023
Escribir me pesa. Escribir me pesa en el pecho, en la cabeza y en las manos. Aún así, no puedo dejar de escribir. No sé de dónde viene esta fuerza para usar las palabras más allá de unir un sujeto y un predicado. Escucho y veo historias en todos lados. Las imagino a cada rato. A veces creo que las ignoro, pero escribo hasta pensando. Quizás por eso asocio a la imaginación como ese epicentro, ese germen y esa semilla de mi escritura.
En los juegos más divertidos en mi infancia yo les construía historias a unos juguetes: un perro, una tortuga y un pájaro del tamaño de un centavo que, ingeniosamente, coloqué en una especie de avión. No recuerdo sus nombres, pero sé que pasé horas salvando al mundo y descubriendo tesoros. Otras veces caminaba por el barrio. Algunos me veían murmurando entre las piedras del río más cercano, entre las gallinas y gallos del rancho de mi padre o en los jardines de mis abuelas. — Este muchacho está loco; ¡habla solo! — decían mis tíos. Yo también lo pensaba, pero la sensación de lo que decía es muy parecida a la que ahora siento cuando escribo. Ahora solo hablo en mi mente. Por eso, si una idea me llega mientras converso con amigos, familiares o desconocidos, una parte de mí estará continuando la historia y otra, vagamente, en la conversación. Estoy seguro que pensando y hablando, escribo. Estoy seguro que cuando escribo aquel niño habla.
Intento recordar cuál fue el primer texto consciente. Aquel texto que trascendió las peripecias del perro, la tortuga y el pájaro sobre un avión. Quizás fueron las cartas de cumpleaños para mi mamá y mi papá. Oraciones muy simples, pero llenas de cariño “¡Feliz cumpleaños mami! Te amo”, “¡Feliz día de padres! Te amo”. También pudo ser la carta que la catequista nos sugirió escribirle a nuestros padres para la primera comunión. No recuerdo las palabras exactas, pero sé que pedía paz y menos peleas entre ellos. A mi madre no le gustó. Ahora pienso que quizás esa fue la primera vez que dejé de escribir, pero no me pude escapar por mucho tiempo.
Desde cuarto grado la clase de español exigió respuestas más amplias para asegurar la comprensión de lectura. Para ese tiempo, tuve mi primera perrita: Molly. Era una chihuahua color chocolate que pensaba que era 10 veces su tamaño. La vi desde que tenía días de nacida y me acompañaba por todo el barrio. No sé en qué momento me obligaron a dejarla en casa, pero estoy seguro que ella entendió. Los animales pueden ser más sabios que los mismos humanos. Como agradecimiento a su entendimiento, siempre que podía, mis palabras en los pocos ejercicios creativos eran dedicadas a ella. Nunca le leí esas oraciones, pero un día me vi obligado a dejar de escribirle.
— Xavier, quisiera que escribieras sobre otra cosa que no sea tu mascota— sentenció la maestra.
— ¿Por qué misi?— me quejé.
— Porque siempre escribes de eso— susurró.
No recuerdo qué terminé escribiendo esa mañana, pero recuerdo la sensación de sentirme falso. Digería una desconexión con las palabras que afectaba mi conexión manos-pensamientos. Esa incomodidad fue una respuesta a mi postura sobre las palabras. Para mí, las palabras deben conectarme con algún sentimiento profundo; ya sea el amor, la tristeza, el dolor o cualquier otra razón. Como niño al fin, me enojé con la maestra y con la escritura. Intenté huir, pero el proyecto final era construir un libro.
Logré entregar el proyecto final: un cuento ilustrado en formato de libro artesanal de algunas 5 páginas. Por obvias razones no fue de Molly. Escribí sobre unos muñecos animados. Era un conejo azul, una coneja rosa y un panda. No recuerdo lo que pasaba, pero la sensación de haber escrito un libro, traspasar mi imaginación a unas páginas, me hizo feliz. Sin embargo, me llevó a una escritura superficial y banal, hasta que aprendí que la escritura encapsula al tiempo.
Impulsado por esa idea, regresé al oficio escribiendo en una libreta momentos de mi día para no olvidarlos. No sé si era algún temor o una pasión por documentar todo, pero intentaba documentar todo lo que hacía. No era un diario, pero posiblemente fueron mis primeras crónicas. Escribía si visitaba a mi abuela, lo que comía, si jugaba, etc. Claramente, a esa edad las ganas de vivir sobrepasaron las ganas de plasmar mi vida en una libreta. Para ser honesto, quería escribir todo y me cansé de pensar en todas las páginas que debía completar en las noches. Volví a huir.
En ese periodo intenté dibujar, pero mis manos no estaban listas para crear figuras o paisajes con formas, aunque me sirvió para aprender a observar y organizar mis ideas. Nunca los dibujos quedaban como me los imaginaba, pero la explicación de lo que intentaba plasmar siempre era mejor. También tomé clases de cuatro puertorriqueño y flauta dulce. En los deportes nunca fui muy bueno, pero gracias a la vida el ajedrez también es un deporte. Me divertía, pero no era lo mío. Creo que nadie entendía, ni siquiera yo, que mi lugar no era en esos espacios.
Así de desubicado llegué a 7mo grado y me refugié en la escritura de otros gracias a buenas maestras. Misis Cindy Berríos, en su salón, nos dio a leer “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga, junto a mitos griegos que despertaron mi curiosidad y admiración en esa técnica de crear imágenes tan reales y poéticas. La pasión por la lectura me invitó a curiosear y pedir recomendaciones. En secreto, Cindy me habló de otros cuentos como “La Gallina degollada” de Horacio Quiroga, descubriendo así la belleza dentro de lo grotesco.
También nos dio a leer “Historia de una gaviota y del gato que le enseñó volar" de Luis Sepúlveda, y recordé mis historias inventadas con mis juguetes. Si yo estaba loco, Luis también. Leyendo en su salón “El color de mis palabras” de Lynn Joseph, me reconocí en Ana Rosa y sentí una cercanía a ese sueño de ser escritor, pero en mi realidad no era el país un obstáculo, sino yo mismo. También ese texto de Lynn Joseph fue mi primer acercamiento a la muerte desde otro lugar fuera de la tristeza. Más adelante leímos “Relato de un náufrago” de Gabriel García Márquez. Ahí aprendí que usando la realidad se escribía algo más allá de noticias y libros de historia.
Los fines de semana con mi papá, observaba que mi tía guardaba muchos libros y su entusiasmo por mi curiosidad, la llevó a prestarme libros de Paulo Coelho. No recuerdo el orden, pero ya a mis 13-14 años leí “El Alquimista”, “A Orillas del Río Piedras me senté y lloré” y “Veronika decide morir”. Luego, me sugirió “La Ciudad de las Bestias” de Isabel Allende y una prima amablemente me la prestó. Sin embargo, Isabel Allende se llevó mi corazón literario con "Paula". Podría decir que fue el primer libro extenso que leí por cuenta propia, que no fuese de fantasía. También, fue el primer libro que me llevó a reescribir frases que me gustaron en una libreta. En especial, mi favorita: “Piensa que los demás tienen más miedo que tú”.
Mi pausa en la escritura se afectó cuando el maestro de inglés nos dio una tarea de escribir una pequeña obra. Era para octubre, así que mi amiga Lorena y yo la escribimos sobre Halloween. Ese también fue mi acercamiento al teatro. Buscamos cajas para la escenografía y creamos una sala en medio de un salón de clases. La historia iba de este grupo de niños que se reunían en una fiesta, pero se dan cuenta que les han robado los dulces. Al final descubren quién los había robado, piden perdón y celebran juntes. Para mí, esa escritura fue distinta porque era ficción, fue en equipo y me regaló el teatro, que no lo he dejado desde ahí.
Gracias al teatro, acepté el vínculo con la escritura y fui desarrollándola.
En la clase de historia de 8vo grado, reforcé mis destrezas para digerir información, dar opinión y contar con menos los grandes hallazgos del mundo o momentos significativos de mi vida. Gracias a la iniciativa de la maestra, realicé mis primeras reseñas o notas culturales para el periódico de la escuela. Escribí mayormente sobre la fiesta de la puertorriqueñidad, pero también ayudé a varios compañeros y compañeras a escribir sus reseñas de otras actividades. Ahí también nació la idea de escribir para periódicos, aunque al día de hoy, aún no lo he hecho.
Ahora bien, la escritura fuera del diálogo, aquella que vociferaba mientras brincaba de piedra en piedra en el río, la retomé gracias a otra maestra de español, María Magdalena Cartagena, quien me invitó a participar en una competencia de cuento.
— Xavier, ¿te atreves a participar en una competencia de cuentos?—
Dije que sí sin saber muy bien sobre qué iba a escribir. Recuerdo que pensé en varias historias para ese cuento. Algunas involucraban accidentes y hospitales, seguramente por lo mucho que veía la popular serie "Greys Anatomy". Al final escribí un cuento sobre mi abuelo, titulado “Nuestro Sueño”. Él había fallecido un año antes, y reimaginé conversaciones plasmando su sueño: vivir en un país digno. Fue la primera vez que escribí, leí, escribí, leí y volvía a escribir. Mi primera vez en ese ciclo vicioso que solo el cansancio o la fecha límite te obliga a dejarlo ir. Mi regreso a la escritura, desde mis sentimientos, desde mi realidad. Ahí, mi madre no se enojó al leerme.
Quiero destacar que la figura de María Magdalena Cartagena fue un pilar y es un apoyo a mi expresión artística. Ella me motivó a declamar poemas, y a su vez, darle la bienvenida a la lectura de la poesía. Fue ella quien moldeó mi forma de expresarme al motivarme al arte de la oratoria, y gracias a ella, leí otros textos como “Memorias de un Alzheimer” de Mayra Santos Febres. Este en particular le rogué a mi madre que lo leyera y esa noche mi madre lloró. No quería que llorara, quería que viese que no estaba sola con la situación de mi abuela. Sabía que la escritura por otros es también un reflejo, un apoyo.
En la escuela superior, me uní más al teatro, a la poesía y a las letras. Sentía que escribía con la boca como cuando niño. Creé pequeñas obras de teatro, escribí oratorias en español y en inglés. Intenté escribir poesía, ensayos y participé en competencias de oratoria espontánea.
A pesar de esa conexión fuerte con las palabras, decidí irme a estudiar ciencias en la Universidad de Puerto Rico en Cayey. Falta de dirección, no sé qué otro mal pudo ser. Mi intención era estudiar teatro, pero eso no le gustó a mi padre. Duré tres años en Cayey y durante ese tiempo no escribí nada, más allá de informes de laboratorio, reflexiones de fin de año y desahogos en una libreta. Es muy difícil escapar de algo que te gusta. Al final terminé entrando a un grupo de teatro y en el 2018 me trasladé a la Universidad de Puerto Rico.
Allí, impulsado por Isel Rodríguez, mi profesora de Historia del Teatro, nuevamente me encaminé a tomar clases y talleres de escritura. No puedo mencionar a todos esos maestros y maestras, pero quisiera destacar 4:
El taller de creación literaria y de poesía con Rubis Camacho, porque me brindó el espacio y la confianza de lanzarme al papel y reconectar con en ese “¿por qué escribo?”.
La clase de poesía con Freddy Acevedo, porque desde el primer día me llevó a ver la poesía como una amiga con muchos números ordenados o desordenados.
El taller “Taller de Interpretación de un archivo personal” por Kairiana Nuñez, porque me regaló la herramienta de ver mi realidad como una fuente de inspiración clara y precisa, dispuesta a decir algo que sale y pasa por mí, pero que al final trae una ficción traslúcida.
La clase de Literatura de No-Ficción con Ana Teresa Toro, porque gracias a sus lecturas, ejercicios y comentarios, reafirmé que no puedo huir de la escritura. También por su consejo “Nadie les mandará a escribir lo que ustedes quieren escribir”.
Por todas esas experiencias, lanzo este blog.
Escribir me pesa y me pesará. Escucho y veo historias en todos lados. Las imagino a cada rato. Cada texto es una piedra que cargo en el pecho, en la cabeza y en las manos. No dejaré de escribir y en este Pedregal, depositaré cada texto con la esperanza de que ustedes me ayuden a cargarlo. De esa forma, el peso será compartido.
gracias por compartir el pedregal con nosotros! Lista para unirme a la aventura