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De camino

  • Writer: Xavier Ortiz
    Xavier Ortiz
  • Jul 22, 2024
  • 3 min read

     Es domingo. Voy en mi carro, un Toyota Corolla 2005 heredado de mi padre,  camino a Barranquitas. Llevo viviendo en San Juan desde el 2018, a excepción de la pausa— no tan pausada—  de vida en la pandemia del 2020 y aquel viaje de seis meses por Europa. Intento cargar la batería de una grabadora porque busco entrevistar a artesanos de la Feria Nacional de Artesanía de Barranquitas. 

     Para asegurar la batería de mi celular,  escucho la radio, cosa que hace tiempo no hago porque estoy acostumbrado a escuchar las mismas canciones desde el bluetooth de mi teléfono. Sobre todo, la canción Rewind, del nuevo álbum de Charli xcx. 

     Llego a un semáforo y observo a un hombre mayor de aproximadamente 60 años  vendiendo agua. “Esto no debería estar pasando, ese hombre debe estar disfrutando su retiro o al menos envejeciendo tranquilo” me digo a mí mismo. La luz cambia a verde. Sigo mi camino y de alguna forma este suceso despierta muchas conversaciones que concluyen en que, a pesar de todo, tengo unos trabajos que económicamente me dan sustento y que me gustan. No obstante, nada me garantiza que también me tocará vender algo para cubrir mis necesidades. Continuo mi camino, pero registro una pesadez en el cuerpo, una tristeza, unas palabras enredadas en las entrañas de mi corazón que no salen. Entonces quiero sentarme a escribir y dejar que mis dedos desenreden el nudo de emociones palabra a palabra, imagen tras imagen. 

     Mientras el toyota pasa por el puente atirantado en su eterna reparación, recuerdo aquellos días cuando no estaba preocupado por la jornada laboral del siguiente día y la única preocupación consistía en ver a mis amistades en la feria de artesanías. Esos días que se vivían distintos porque no tenía problemas de presión arterial y un transformador ni un genocidio y mucho menos unos políticos criminales, amenazaban tanto la vida de todes. Esos días donde la mayor parte de las horas se disfrutaban bajo el sol sin temor a los daños en la piel. Donde no había espacio para pensar "El calor y el clima se van a poner cada vez más intensos", “Otro huracán más y literalmente moriremos de hambre”. Ese pasado donde no le temía a los microplásticos, los dolores eran de crecimiento y los pensamientos —cual semillas cuyas raíces crecen hacia los "me va a dar algo grave", "¿Tendré COVID?" o "¿Y si e da dengue?"—no estaban en el panorama. Aquellas mañanas donde la preocupación era no llegar a tiempo a comer sorullos en el comedor de mi escuela y no qué carajos haré cuando tenga que pagar un plan médico por tres meses sin poder usarlo porque así una ley lo establece. Inocente en esos momentos donde para mí la seguridad de un plan médico era algo lógico. Un derecho universal que todo el mundo lo tenía. 

     Mientras conduzco por las curvas de Naranjito, me veo en el 2014 despreocupado en los asientos de atrás porque mi papá me llevaría a X lugar, quejándose, pero sin decir no. Pienso también en esas veces que estaba todo el día en mi casa con mi mamá y no había necesidad de algo más. Esos días que podía estar, así sin más. Ahora no es tan fácil y, al darme cuenta, lloro. De camino a mi casa en Barranquitas, lloro porque extraño esos momentos que no pensé que acabarían. 

     Querramos o no, sucede. El tiempo pasa, familiares mueren y amistades, como versiones propias, caducan. No niego la confianza trabajada y mucho menos las inseguridades ganadas.  No sé si es la luna llena o qué, pero hoy algo está más presente que nunca. Entonces, voy de camino a mi casa y planifico cómo ocultar esta tristeza momentánea a mi mamá, pero pienso en cuántas lágrimas parecidas ella ha llorado y caen más. Un divorcio, la ausencia de sus padres, la muerte de seres queridos, ver a los hijos crecer y salir de la casa...  Así me voy convirtiendo en una lagrima gigante hasta que me río porque, para poder secarme la cara, tengo que subirme los espejuelos. Espejuelos que antes no tenía, pero que al pasar el tiempo he tenido que recurrir para ver, sobre todo en las noches. 

     Ya estacionado, recordé una conversación con mi prima cuando tenía algunos ocho a diez años. Me miró y seriamente me dijo: "Xavier, pídele a Dios que nunca tengas que crecer, que te quedes así, pequeño". Me pregunto si ella aún casada y con un hijo lo piensa. Admito que en aquel momento no le di muchos colores, pero ahora la entiendo y me arrepiento de no haberle pedido a quien sea eso. Quizás hubiese ocurrido un milagro como crecer de una forma menos emocionalmente dolorosa al recordar todo lo que vamos dejando atrás un día sin saber que lo estamos dejando atrás.  Quizás no estaría escribiendo esto. 

 

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